Habeas
corpus. La experiencia del cuerpo contemporáneo: una imagen especular.
Este escrito se propone recoger
impresiones, sentimientos, sensaciones y pensamientos que fueron suscitados por
la exposición Habeas Corpus. Los curadores llevaron nuestra mirada por el
barroco colonial, por los registros fotográficos médicos de finales del siglo
XIX, por el lugar del cuerpo en la tradición cristiana de la que somos
herederos, por la violencia y la consolidación de la nación Colombiana.
Lenguas, cabezas, ojos, brazos, fragmentos diseminados de un cuerpo. De un
fragmento que cobra un sentido como alegoría, como metáfora, como secuencia
significante en un discurso que lo sobrepasa.
“La primitiva tradición cristiana
veneró el cuerpo del santo después de su muerte, su posesión se consideraba un
premio honorífico otorgado por Dios. La importancia de tal veneración radicaba
en que el cuerpo de un santo virtuoso era un receptáculo de lo sagrado, y, por
su mediación, el santo que lo había habitado continuaba haciendo milagros. El
barroco acrecentó su culto de manera tan radical que legó la costumbre a la
identidad de las nacientes naciones del siglo XIX: las reliquias de los santos
fueron reemplazadas por las reliquias de los padres de la patria. Sus huellas
corporales se convirtieron en marcas de identidad frente a las cuales la nación
se regeneraba a sí misma”
Es justamente la marca de identidad
la que hace que el cuerpo desaparezca, “Todo lo sólido se desvanece en el
aire”, fórmula de Karl Marx que no deja de tener vigencia, sobretodo si nos
preguntamos por el cuerpo de hoy. Un cuerpo exhibido, mostrado tantas veces,
visto tantas más.
¿Dónde hallar un cuerpo escondido,
cubierto, misterioso, hoy en día; o mejor, dónde está la carne – o la carne y
el alma- de este cuerpo? El cuerpo de hoy está sometido a múltiples dispositivos
de epistemologización, él sicoanalizado, diseccionado, explicado. El cuerpo y su espíritu han devenido objeto de
análisis, objeto de la mirada
interior, el régimen de la exhibición vale, incluso, para la propia
subjetividad. El cuerpo es el espacio de la entropía. Cuerpo narciso. Cuerpo
solitario. El cuerpo pareciera ser
la unidad mínima social y el yo su sustancia última. Sustancia que
resiste de modo egoísta, que afirma el orden y que se afirma a través de discursos. Casi
tantos discursos como cuerpos posibles. Tantos discursos como deseos. El
espacio del consumo, del consumo del yo, de la creación a la carta de una identidad. El cuerpo dotado de identidad. Sujeto,
como explica Foucault, a una verdad, a la verdad de sí.
Significaciones, ríos de
significaciones atraviesan células, músculos y fluidos. La obligación contemporánea consiste, entonces, en sentir, en expresarse, en disfrutar. Cuerpo
castigado, cuerpo observado, cuerpo explotado. Cuerpo observado por sí mismo
para ser castigado por diversas faltas: el cuerpo que busca ser purificado del
pecado original, el cuerpo liposuccionado que debe dar placer, el cuerpo que es
natural gracias a una serie de prácticas como el yoga o el vegetarianismo, el
cuerpo con tatuajes y piercings, el cuerpo mutilado. Tantos cuerpos como
discursos. Cuerpo especializado, cuerpo producto de la producción industrial.
Conocemos cada vez más nuestro
cuerpo, cada vez hay más cámaras que van más adentro. Sin embargo, no hay
seguridad, cada vez hay más miedo. A la muerte, a la enfermedad, a la fealdad.
El caos es inminente, el caos celular,
una célula recalcitrante es suficiente para invadir nuestros cuerpos de
cáncer o de vejez o de fealdad. Técnicas y prácticas circulan y envuelven estos
cuerpos. La elevación de la vida como valor supremo de la cultura occidental es
un conjuro para la muerte. Para la muerte del cuerpo. Conjuro para la muerte
del cuerpo social. Este cuerpo molecular, nanotecnológico, especializado,
revela a gritos la posibilidad latente de la muerte. No queremos morir. Cada célula
debe, entonces, ser controlada, conocida, estudiada. Nos desintegramos en partículas
sub- atómicas, nuestro cuerpo se disuelve y se convierte en mano, pie, cabeza.
La preocupación contemporánea por el cuerpo revela que tan desposeídos estamos
de nuestro propio cuerpo.
Un cuerpo extraño, extranjero,
alienado. Un cuerpo que produce miedo, placer, lujuria para alguien lejano, para
un inalcanzable, para ese del discurso, para ese
que pareciera tomar el lugar del patrón en la producción industrial.
Un cuerpo que se siente molesto, un cuerpo deforme, un cuerpo que se convierte
para la producción en brazos, o en piernas, o en senos. Un cuerpo que deviene
fragmento. Y que sólo a partir de allí, de su fragmentación puede articularse a
otros cuerpos igualmente fragmentados. Como un gigantesco puzzle, algunos
cumplen la función de ser brazos, otros cumplen la función de ser cerebros,
finalmente se conforma el todo social. Un conjunto de fragmentos construyen un
cuerpo, el cuerpo social.
El deseo extrañado, lejano,
alienado. En el barroco este cuerpo pertenece a un mundo escatológico, cuerpo
aún cobijado por una promesa, la promesa de la redención. El cuerpo de la república pertenece al
mundo de las utopías que suscitó un nuevo mundo, un cuerpo que realizaría los
sueños de Europa, un cuerpo aún cobijado por una promesa, la promesa de la
libertad y el orden. El cuerpo hoy se ha librado de una promesa trascendente,
el cuerpo hoy está más acá que nunca, no obstante, está fuera, lejos. Como un
objetivo a alcanzar, como una meta a la cuál llegar, se trabaja para ser un
cuerpo, un yo, un yo completo y significado. Cuerpo libre de los imperativos
religiosos y políticos de antaño. Un cuerpo libre por y para el mercado.
Ahora, el imperativo –tal como lo
señala Baudrillard- es el disfrute, vivimos en la era de la fun morality. Debo
disfrutar de mi cuerpo. De mi cuerpo que se observa disfrutándose. Es en está
escisión del yo donde se construye el orden social. Es esta grieta, esta zanja,
entre mi experiencia del yo y mi idea del yo dónde se juega la batalla. Batalla
dulce, batalla sutil. La batalla de un deseo que se debate entre un objeto y un
fluir constante. El cuerpo asociado a objetos culturales, a significaciones, a
identidades, a lo que debo ser, a lo que debo ser consumiendo. Cuerpo encerrado
por la obligación de decidir. Cuerpo atado por la obstinación de la propia
libertad. La libertad del mercado para elegir quién soy yo. Cuerpo que desea
revistas de cómic, publicaciones indexadas, revistas porno, libros budistas.
Poco importa, lo importante es elegir ese yo, que es comparable a la idea de
Dios judeo cristiana, en tanto exterior, trascendente, una idea regulativa y
fundacional que crea jerarquizaciones, prácticas, discursos y experiencias, en
ocasiones, fantasmas.
Yo ideal, yo práctico, pensemos es la persona jurídica, ese yo
detentador de derechos y deberes. Ese yo que cede una porción de su soberanía
al Leviatán a cambio de seguridad. Ese yo que se disloca entre lo público y lo
privado. Ese yo que entiende claramente ese límite. Un yo reservado para lo
privado. Un yo que se constituye en el espacio privado, el mercado se constituye,
entonces, como el refugio último del yo. El yo que expresa su ser público
escindido de los otros, ese yo que vota solo en un cubículo, ese yo que paga
impuestos, ese yo de la cédula de ciudadanía. El yo público ha sido, también,
protegido bajo el ala del mercado. El yo que tiene miedo a desaparecer, el
miedo que no hace más que constatar esta ausencia. El yo que se persigue
infinitamente a sí mismo. El yo que nunca se encuentra. El yo perdido,
confundido, enredado entre tantas ilaciones discursivas. El yo que debe dar
cuenta de sí, de su verdad, de sus acciones frente a sí mismo como su principal
público. Un yo que hace publicidad de sí mismo para su alter ego. El yo que
está afuera y que es novedoso, fresco, fabuloso.
El yo que va a vacaciones en un plan
todo pago, el yo que desayuna un buffet en un resort, el yo que se pone
bronceador y se extiende en la playa, un yo que se muestra siendo yo, sin
poseerse completamente, un yo trascendente. Un yo a la medida del resort todo
pago, un yo cuya superficie es aséptica, higiénica, un yo perfectamente
delimitado, el yo coherente, el yo despreocupado, el yo producto del espacio
limpio, ordenado y calculado. El yo que responde perfectamente a los espacios
que han sido diseñados para él. El yo en un confesionario es un yo piadoso y
arrepentido. El yo en el trabajo es un
yo dedicado, ascético, productivo, que trabaja bien en equipo. Un cuerpo
que pierde su humanidad en su constante reafirmación, en su constante búsqueda,
en su hiperinflación. Cuerpo exhibido, cuerpo espectáculo para el placer del
, del trascendente, homogéneo y deshumanizado; un
insatisfecho, un que ocupa el lugar del padre castrador,
del juez o del consejero. Un quebrado, un que cede, un >yo> que se rompe
como un elástico que no soporta más presión.
Se abre, entonces, la grieta entre
el yo trascendente y aquello que no se ajusta al régimen del yo. Tal como la
amenaza de la célula cancerigena, del cuerpo que desde dentro se destruye. La
subversión molecular, peor aún que el virus o el Otro, porque justamente es la
trascendencia la que se pone en cuestión. Entonces vemos que los cuerpos chocan, que los cuerpos se
golpean, que los cuerpos pierden su contorno, su límite, que los brazos ya no
poseen un único dueño. Los cuerpos que chocan, dan cuenta de esa realidad
naive, ingenua, insiginificada, insignificante.
El horror vacui ha llenado el
cuerpo de significados, curiosamente, el cuerpo se ha perdido a fuerza de
designaciones, signos y palabras. Entre tanto está allí desnudo, chocándose con
otros cuerpos, siguiendo las leyes de la naturaleza que también hemos olvidado
en medio de los discursos y las identidades.